número 70 / agosto 2021

Mediar en tiempos de pandemia

Diarios de la pandemia

María Elena Caram

Resumen

Si la sala de mediación refleja el mundo exterior -como comprobamos los mediadores cotidianamente-, es imposible suponer que una situación social tan crítica como la pandemia no afectara las narrativas traídas por los actores de la mediación, conmoviendo, además, sorprendente y vertiginosamente, los recursos para desarrollar las conversaciones en el precipitado pasaje del encuentro físico a la pantalla virtual.

Texto

Narrar es rescatar del olvido, del inevitable paso del tiempo, hechos, emociones, circunstancias, percepciones. Creemos recordar “tanto” y sin embargo recordamos “tan poco”. Como dice Borges, “la memoria es una grieta en el olvido”. Una resquebrajadura mínima en una pared oscura, inmensa e inabarcable. Su conocida metáfora desplegada en “Funes el Memorioso” (el trenzador de Fray Bentos[1]), que recuerda todo en sus más mínimos detalles, aun con la mutación de las  cosas segundo a segundo, revela la imposibilidad de sobrevivir cargando con el peso de recuerdos que reflejen la realidad total. Por eso, contarlos, escribirlos, nos ayuda a mantenerlos vivos en ese pequeño y frágil lugar de la memoria, ínfimo lugar (pero tan propio), si se lo compara con el ancho (pero tan ajeno) espacio del olvido.

Quizá por eso, para atrapar ese particular presente, comencé a escribir un diario en marzo de 2020 en los inicios de la pandemia y los primeros días de la cuarentena. No había vuelto a revisarlo, pero ahora frente a esta propuesta de escribir acerca de la pandemia y su conexión con la mediación, volví a leer algunos pasajes. Y me sorprendí encontrando que el 12 de marzo de 2020 estaba volviendo de Montevideo, donde había participado en un lindísimo seminario sobre nuestros temas, y describo el clima de nerviosismo y alarma en la estación de Buquebus, una sensación de urgencia y desconcierto entre la gente, cuya imagen me recuerda, según cuento, las películas europeas que muestran los días próximos a  la Guerra (sobre todo la Segunda), o americanas tras las primeras jornadas después de ataque a Pearl Harbor. Predominio del estupor general acerca de lo que estaba pasando, llegando las primeras noticias de Europa con imágenes inesperadamente terroríficas.

En ese momento, no había aún casos en Uruguay. Pocos días después daba cuenta de que los contagios aumentaban en Argentina de a 30 casos por día. Hoy, un año y medio después, en junio de 2021, cuando escribo estas líneas, Argentina tiene entre 20.000 y 30.000 infectados por día.

Leer hoy mi diario, no siempre completo, refleja la extraña percepción del tiempo que tuvimos por entonces, donde los días se sumaron a otros días y los meses a los meses, en un tiempo difícil de desagregar, que a veces parece que transcurrió lentamente y, otras, como si el año y medio se hubiera precipitado.

Una avalancha de acontecimientos inesperados pobló nuestras conversaciones desde entonces, trayendo perplejidad, desasosiego, incertidumbre (quizá incertidumbre es la palabra más usada durante 2020, y aún no excluida de 2021), además de muchas otras emociones y estados de ánimo, temor al contagio, a la soledad de la enfermedad, a la falta de contacto con los seres queridos, la caída de proyectos personales y laborales, y la dificultad de pensarlos para el futuro, a más del impacto de las restricciones. Por otro lado, nuestro desencuentro con hábitos y rutinas, algunas más extrañadas que otras, otras naturalizadas, que ahora al haberse puesto en suspenso se aprecian más (“no sabíamos entonces  que éramos tan felices”[2]);  así como la  cancelación de tantos rituales sociales, festejos, duelos… A la vez que un torrente de  palabras científicas se incorporaron con soltura como “casos, contagios, testeos, rastreos, vacunas (¡vacunas!), respiradores, distanciamiento, protocolos, infectólogos, virtualidad, presencialidad, híbridos…”. Todo eso conformando una sensación interior que primero se acomodó a una especie de vacación forzosa, para salir luego a la búsqueda de explicaciones,  de previsibilidad, saltando de una información a otra para saber algo más, y luego  advertir la dificultad para encarar  proyectos, que suelen ser la motivación indudable del hoy con miras al mañana. Cuando lo pensamos bien, no hay aspecto de la actividad, de las relaciones interpersonales, de las interacciones, de la vida misma, que no haya quedado intervenido por la pandemia.

Y como no podía ser de otro modo, la pandemia impregnó la sala de mediación.

El primer movimiento de avance fue, precisamente, hacerla desparecer -físicamente, claro- para trasladarla a la pantalla. No fue un pasaje automático ni fácil, por cierto.  Al principio trabajoso, luego más fluido, pero sin duda echando por tierra muchos hábitos de los mediadores, que hacen a sus estilos personales de mediar: esa  dinámica especial que impone  la presencia humana, corporal, más completa, donde todo el cuerpo habla -el de los participantes y el del mediador-; con sus pequeños apartes, comentarios finales al saludarse (ahora la sesión termina abruptamente con la desconexión); a veces  demorándose un poquito para una palabra más o un pequeño comentario tardío, las breves reuniones improvisadas con unos y con otros, en el pasillo, sin necesidad de la estructura de la reunión privada. En fin, una cierta soltura del conversar que tanto nos ayudaba.

Sin embargo, con el tiempo fuimos acomodándonos a esta nueva manera, siempre con la frágil certeza de la provisoriedad, certeza que se fue desvaneciendo a lo largo de los meses. Cosas de la comunicación directa que se añoran porque hacen, como dije, a nuestras maneras más personales de mediar, al acento puesto en la mirada directa y puntual (en la pantalla es más distante y difusa), en adelantar el cuerpo para escuchar mejor, para enfatizar, la sonrisa o el gesto más cercano con la mano para calmar, apaciguar o  acompañar.

Junto con la sala de mediación, la pandemia se llevó puesta el aula de capacitación, otro de los territorios de nuestra tarea. De modo que, paralelamente con la incorporación de la mediación a distancia, se desarrolló la capacitación a distancia para nosotros los mediadores, tanto docentes como discípulos. Curiosamente, mientras se dictaban cursos para mediar a distancia, los talleres ponían en acción simultáneamente la misma modalidad. Si uno lo piensa bien, nada distinto de lo que otras veces ha sucedido cuando la figura del docente mediador reproducía en algunos aspectos (no en la trasmisión de información, claro) una cierta forma de relacionarse y escuchar que debía ser consistente con el rol que trasmitía. Claro que esta vez todo fue más vertiginoso y tecnológicamente complejo para ajustarnos a los dictados de la realidad.

En todo este proceso de cambio -al que no todos los mediadores pudieron sobrevivir- no fue este el único desconcierto.

También se agregaron cuestiones reglamentarias, la dificultad para restablecer el sistema habitual de mediación frente a la feria judicial prorrogada por largo tiempo que complicaba nuestro trabajo aun en la virtualidad, obstáculos para notificar las audiencias, para asegurarnos que todas la partes contaran con recursos tecnológicos simétricos, así como sus abogados; todo ello  trajo desorientación  inicial ( desorientación sobre desorientación) para los mediadores, finalmente superada, a falta de directivas precisas, con el buen sentido amasado en los intercambios solidarios entre los mediadores que de manera  pragmática y creativa pudieron proteger el sistema de acceso a justicia  y  lograr que las personas pudieran recurrir al espacio de mediación para abrir sus conflictivas particulares.

Y es así que, como en otras épocas tempranas de la Mediación se fueron abriendo innumerables salas de mediación (uno podría imaginar miles de salas abiertas simultáneamente), ahora gradualmente se fueron encendiendo miles de pantallas para recibir y atender las situaciones conflictivas que  pedían su espacio.

¿Y que se abría en esas pantallas? Viejos y nuevos conflictos, siempre las relaciones humanas con sus mil diversidades, pero ahora en un escenario generalizado como el que describí antes, con esas sensaciones de transitoriedad y desasosiego, de alteración de la vida cotidiana, y su nuevo vocabulario médico, político y emocional.

La recordada Janine Pudget habló de las realidades superpuestas, es decir, escenarios de conflictos particulares difíciles sobre un escenario generalizado difícil. No solo cada paso de la cotidianeidad estaba y está intervenido (comunicarnos, viajar, conectarnos, trabajar, manejar las economías, ver a los hijos, pensar y valorar los proyectos, decidir separaciones, reestructurar cuotas, etcétera), sino atender a la sensación de provisoriedad que pone en suspenso todas las decisiones. Imposible separar la mirada sobre un conflicto del contexto general en el que aparece. De ahí la importancia de recurrir a acuerdos provisorios que reflejaran con ductilidad esta falta de previsibilidad.

Ya en la sala/pantalla de mediación fue interesante observar la configuración de las narrativas de los participantes, agregándose un “…todo eso hasta que apareció la pandemia…”. De modo que junto a este núcleo narrativo mínimo de dos personajes y su desarrollo de los hechos eslabonados en la línea de acción[3] de su relato, se agregaba la particular circunstancia de la pandemia que venía (y viene aún) a modificar las cosas. Un punto de inflexión que afecta la vida de un modo adverso. Mirado desde la narratología suena como el concepto de Aristóteles de la peripeteia, es decir, alguna infracción al orden natural de las cosas[4]: las cosas venían siendo de esta manera… hasta que sobrevino la pandemia. O sus efectos: el encierro, la cuarentena, la enfermedad, incluso la muerte. Y las cosas cambiaron y, como en la tragedia griega, la peripecia cambia la suerte de los personajes. Y junto con ellos la de todas sus redes tocadas, en mayor o menor grado, por las mismas circunstancias.

Una de las primeras cuestiones conflictivas que se pusieron en evidencia fue la alteración de los encuentros de padres e hijos. Y también, paralelamente, abuelos con nietos. Durante cierto tiempo inicial más estricto, se suspendieron los encuentros, en muchos casos retomándose después, pero cargados de susceptibilidades, planteos de los riesgos que corrían los niños con los traslados, con las personas que estarían, si esas personas se cuidarían o no, quiénes serían los llamados “contactos estrechos”, terminología de las disposiciones sanitarias, transformadas al calor de la susceptibilidad y desconfianza en “contactos íntimos”; en fin, sumar restricciones a las restricciones que de por sí emanan de las disputas.

La diferencia de aceptación de cada padre de los protocolos sanitarios. Recuerdo esta reacción: “Escuché que en la casa había gente, risas y voces, no me dejan verlos a mí, pero he aquí que a la casa van otras personas”, “¿Cómo puedo estar seguro de que está más cuidado/a que conmigo?”,Quiso ver a los chicos en plena cuarentena, lo/a denunciaré…”.

Por otro lado, si alguno de los padres se había contagiado, suficiente razón para que no vea al niño: “Aunque tenga el alta dada no basta, necesito un nuevo certificado que acredite que está bien, aunque tenga el alta o que haga otra cuarentena. ¿Si él se descuidó también descuidará al niño…y sobretodo…de quién se contagió?”  De su novio/a o de la familia de su novio/a”…”. Contagiarse no es motivo de compasión o preocupación o solidaridad sino de reproche. Un reproche más entre tantos reproches.

 Aristas de los conflictos plasmadas en nuevas justificaciones a las que dio pie la situación. En fin, en la natural búsqueda de razones objetivas por las que expresar el enojo profundo, y poner en términos normativos las incomodidades del vínculo, las restricciones permitieron dar forma a argumentos de todo tipo. Casi diría que proporcionaron la arcilla para modelar tantas cosas no dichas.

Luego están también los otros aspectos ya bien conocidos que alteraron la vida cotidiana: la modificación de las tareas en casa con el trabajo a distancia, la incorporación de la escolaridad virtual, recargo de tareas laborales y de comunicación, agotamiento del padre a cargo, y dificultad para pedir ayuda…y  a veces también para ofrecerla.

Se agregaron además las cuestiones acerca de la escolaridad. Al retornar la presencialidad en las aulas en los periodos y lugares en los que fue posible, la discusión acerca de adoptarla o no. Recuerdo una madre conviviendo con su propia madre y tías ancianas, todas “de riesgo” por diferentes razones, que preferían que el niño de seis años no comience la escuela por su eventual contagio o trasmisión. El padre manifestaba que él sí podía convivir con el niño para disminuir esos riesgos, pero ¿podría el niño cambiar tan drásticamente su entorno familiar? ¿Qué significa para estas tres personas que viven encerradas por su riesgo dejar ir al niño, centro de la vida de esa casa? ¿Qué significa para ese niño no comenzar la escuela primaria, justamente su primer grado, junto a sus compañeros, en este contexto de encierro familiar? Como estos, muchos dilemas nuevos y complejos.

Del mismo modo, la diversidad de horarios para cumplir con el sistema de “burbujas” volvió a visibilizar las dificultades de organización para cada padre.

Se sumó también la extrema sensibilización de la convivencia, basada en espacios donde los miembros de la pareja se habían movido antes con cierta autonomía y ahora la encontraba conviviendo minuto a minuto (“¿qué hace ahora en mi cocina?”), unido a las dificultades para poder buscar un nuevo hogar en un contexto tan limitado y efectivizar una separación que probablemente ya estaba en proceso pero ahora se agravaba;  o en sentido inverso: parejas que intentaron volver a vivir juntos para poder estar con los hijos, con resultado variado, gratos  acercamientos o explosivos alejamientos.

Me atrevo a decir que muchas de estas cuestiones relacionales derivadas de los perturbadores efectos del Covid -o de su amenaza-, se fueron naturalizando un tanto con el correr del tiempo, a medida que los contagios crecieron y se hizo más frecuente que en la familia o amistades próximas hubiera algún infectado, o presunto infectado. 

También la sala de mediación reflejó ese crecimiento de los contagios, aceptándose con más “normalidad”, y es difícil que hoy en una reunión de mediación no aparezca alguien que esté  enfermo (bendito zoom) o esté saliendo o esperando un resultado o haya tenido la enfermedad. Las conversaciones alrededor de esto han girado los últimos meses hacia saber quién está vacunado, o quién no, cuántas dosis, qué vacuna y si se niega o acepta vacunarse y cuáles son las expectativas en este sentido. Y, naturalmente, si uno de la pareja acepta la vacuna y otro no, donde no se escapan las apreciaciones políticas al respecto. Una vez más, la realidad y sus circunstancias aparecen, no necesariamente como conflictivas, pero sí en los diálogos que se abren con naturalidad en este ámbito.

A estas sensaciones propias del encierro inicial y de limitación no pueden soslayarse los efectos económicos de la recesión, la dificultad para asumir gastos frente a la merma de ingresos o caída de trabajos, dificultades en los cobros de alquileres, de pagos, de cuotas alimentarias, y sobre todo de proyectos para un futuro inmediato. Empresas con actividades vinculadas a cuestiones que se restringieron, como en un tiempo fue la construcción, o eventos sociales como instalación de ferias o lugares que requieran concurrencia, pedidos de reparaciones en consorcios que no podían realizarse. 

Y, por supuesto, la enfermedad puesta como justificación para no venir a la mediación. O, más triste aún, dejar de venir por la enfermedad o el agravamiento de la enfermedad. Incluido el fallecimiento de alguna de las partes. En este sentido, tengo un recuerdo apesadumbrado de alguien cuyas audiencias fuimos postergando hasta que dejó de contestar los mensajes y supimos de su fallecimiento en una sala de terapia intensiva.

He mencionado solo a manera de ejemplo algunas de las situaciones que poblaron y pueblan hoy los diálogos en la mediación. Algunas no generan conflicto pero los caracterizan; otras son motivo de disputa explícita. Pero es interesante observar las diferentes formas en que las personas viven estas situaciones, y en consecuencia, los resguardos frente a nuestra técnica de normalizar[5] y sus límites: si bien no toda situación se explica por la pandemia, su trasfondo está presente en todos los casos, pero con diferentes formas y gravitaciones. Cada persona o familia percibe estas circunstancias según su universo perceptual, y a pesar de entender nosotros que el contexto es común, es difícil generalizar las reacciones. Por momentos he creído que una madre reprocharía al padre porque los niños habían participado de una reunión familiar numerosa, y por ende, los volvía pasibles de contagio, y sin embargo su reproche era por lo tarde que habían vuelto. Es decir que la expectativa de cuidado frente al contagio no era la diferencia entre ellos.

Nuevamente, el desafío parece estar en ingresar con curiosidad al caso, a sabiendas del contexto difícil, pero a la búsqueda de la especificidad, no para confirmar las impresiones que tenemos sino buscar lo diverso y particular del universo relacional en juego, evitando los estereotipos y las comparaciones que angostan muestra mirada, y atender a cada uno en este trasfondo común a todos, pero vivido de maneras particulares por cada familia, con muy distinta elaboración subjetiva, incluso compartida, sobre estas circunstancias.

Una apreciación absolutamente solitaria y propia que pongo a reflexión de los mediadores en su práctica de este tiempo: los conflictos durante el año pasado, en las primeras épocas, pudieron resolverse más fácil, quizá prevalecía la sensación de una fuerza superior que pesaba sobre todos. Este año, con la mirada más relajada, más agotada, percibo más virulentos a los conflictos, como si las dificultades de hoy fueran las que “cada uno tiene frente/contra el otro”, y ya no “con el otro”.  Invito a los lectores a pensarlo desde su ejercicio actual, porque no creo que haya algún mediador que no haya sido impactado en su tarea por estas dolorosas circunstancias que nos ha tocado vivir y observar vivir.

 

Conclusiones

Vuelvo ahora de los conflictos a la metodología. Me gustaría pensar que cuando hablamos de mediación a distancia no estamos pensando que la mediación a distancia sea la única manera de desarrollarla o equivalga en su totalidad a la Mediación. Digo esto pensando en aquellos mediadores que quizá comiencen su camino bajo esta modalidad. Al igual que aquellos mediadores que se iniciaron en el marco de la Mediación Prejudicial, con un texto legal riguroso que a veces acota los umbrales de nuestro trabajo para mantenernos dentro de su ritual reglamentario, no debieran pensar que la Mediación es la Ley de Mediación, o equivale a ella. Tampoco los mediadores que acceden al trabajo a distancia debieran pensar que la mediación a distancia equivale a la Mediación con mayúscula. Son formas que adquiere la Mediación en virtud de las circunstancias concretas de su puesta en acción. Pero de ningún modo estas circunstancias deben apretar los principios básicos de la Mediación, la intensidad de senderos, significados e interacciones que propone, el particular lugar de terceridad en el que se instala el mediador, y esa disposición última que encarna su rol, su escucha, su respeto por el pensamiento y cuestiones de los protagonistas,  sin soslayarlos, aunque la comunicación no sea fácil.

Aun despojado su lugar de todas las herramientas y técnicas, cabe reflexionar sobre este papel, para volver sobre su vocación y el sentido último de sus intervenciones. La preocupación por la tecnología no debe superar su preocupación por el conflicto. Otro desafío permanente: adaptarnos a las condiciones que la coyuntura nos impone, sin perder de vista los valores luminosos que nos empujaron a esta tarea.

 


[1] Borges, Jorge Luis “Obras Completas”, Tomo 1 pág..485, Emece, Bs As, 1974: Funes el memorioso”. “Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera”.

[2] Tomo esta frase de la novela de Kazuo Ishiguro “Nunca me abandones”, Anagrama. Me impresiona pensar las costumbres profesionales y personales incorporadas cotidianamente, que fueron canceladas o alteradas, sintiendo que cualquier paso que se diera con naturalidad antes, había que pensar cómo  hacerlo ahora

[3] Debo este concepto teatral “línea de acción” a mi amigo Juan Luce “el encadenamiento de las acciones”. Él agrega “sin valoraciones”, difícil en una narrativa de mediación, plagada de apreciaciones.

[4] Bruner Jerome “La fábrica de historias-Derecho-Literatura-Vida” Fondo de Cultura Económica”, Bs As 2002, ´pág. 37

[5] Haynes John y otra” La Mediación en el divorcio” Granica, Bs.As, 1997, pág 69, y “Fundamentos de la mediación familiar”, Gaia, Bs As 1995, pág. 20 “La mayoría de la gente que interviene en una disputa cree que su situación es única, y que esto justifica su posición, entonces hay una única solución. El mediador mina la peculiaridad de cada definición del problema, porque si la situación es normal, es también resoluble en términos normales”. En el mismo sentido y acerca de los límites de la normalización, Caram Maria Elena, Eilbaum Diana y Risolia Matilde “Mediación diseño de una práctica”, Astrea Bs As, 2013. Pág. 370.

 

Biodata

María Elena Caram
Abogada. Mediadora del Registro Público de Mediadores del Ministerio de Justicia y DDHH de la Nación (Matrícula No. 13). Ex -Mediadora del Centro de Mediación del Ministerio de Justicia de la Nación, de los Centros de Mediación del Ombudsman de la CABA,  de la Fundación Libra, del Consultorio Jurídico de la Facultad de Derecho (Programa Penal). Capacitadora en Mediación, Métodos de Resolución Alternativa de Disputas y Mediación Familiar en ámbitos universitarios, profesionales, nacionales y extranjeros. Participó en el diseño y puesta en marcha de múltiples Centros de Mediación. Capacitadora en Mediación de los primeros mediadores de Chile, Perú, Uruguay, Paraguay, Honduras y El Salvador. Coordinadora de la Experiencia Piloto en Mediación Penal organizada desde el Ministerio de Justicia de la Nación. Recibió el premio SURCO 2006, de la Universidad de la Policía, por su tarea a favor de la Resolución Alternativa de Conflictos. Supervisora del programa de Mediación Penal del Ministerio Público de la ciudad de Neuquén. Coautora con  Diana Eilbaum y Matilde Risolia- del libro “Mediación-Diseño de una Práctica” y de numerosos artículos. Publicó en el extranjero “La propuesta de la mediación en la Argentina” Revista de Ciencias Sociais-Dossie Estado. Sociedade e Politica, Ed Gama Filho, Brasil.

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