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número 80 / noviembre 2024
La potencia del diálogo
Las emociones del mediador y su impacto en la intervención
María Gimena Funes
Texto
Allá por el año 2002, comencé a transitar uno de los caminos más apasionantes y enriquecedores de mi vida: la mediación. Y fue desde la certeza de haber hallado mi-modo-de-estar-con-otros que empecé a explorar con curiosidad e inquietud (y no siempre con claridad, sino más bien con innumerables preguntas e incertidumbre) qué era ser y sentirse mediador. Todavía hoy es una zona que construyo de modo permanente, supeditada a los devenires e impactos que cada encuentro y cada vínculo con los mediados dispara en mí. Así es que ahondar sobre la emocionalidad del tercero, en los aspectos vivenciales, formativos, actitudinales y aptitudinales del Mediador, me compromete hace varios años y, sin embargo, todavía acumulo más preguntas que respuestas.
Cuando comencé mi formación, lo que más me atrajo de la mediación, me permitió enamorarme de ella y dirigir mi actividad profesional en este camino fue lo que María Elena Caram ha denominado la dimensión humana de los conflictos; es decir, la luz que arroja la mediación sobre este aspecto de la subjetividad y la vinculación de quienes lo afrontan, mientras que otras disciplinas lo han centrado exclusivamente en lo jurídico. Sin desconocer que cada conflicto se asemeja a un prisma complejo que también debe ser visto desde lo judicial, hay algo atractivo y vital que trasciende este cariz, y es el conocimiento y reconocimiento de lo humano al que la mediación permite acceder. Y, aunque las emociones tienen también cabida en el lenguaje del derecho y senderos en la interpretación judicial, el tema se torna preponderante cuando lo pensamos desde esta perspectiva de apertura humanitaria que se da en el “cara a cara” de la mediación, en que las emociones aparecen de manera directa en nuestra interacción, en el marco de comunicación que esta metodología implica.
Ciertamente, somos seres sensibles. El trabajo en este ámbito me ha dejado experimentar, de modo directo, cómo el conflicto, no exento de connotaciones negativas, suele activar emociones no siempre deseadas en las personas, agitar sentimientos, influir en sus estados de ánimo. El mediador, por tanto, también debe ser consciente del impacto de las emociones sobre el éxito o el fracaso del proceso de mediación. Esta “conciencia” no ha estado del todo presente en el propio camino recorrido y precisamente ello ha sido lo que vigorizó esta búsqueda en los encuentros con los mediados y en todas y cada una de mis prácticas en el rol.
La mediación ha de generar la apropiación del conflicto, fomentar la comunicación, dar a las partes la oportunidad de que encuentren por sí mismas soluciones satisfactorias para la gestión de su problema (decisiones informadas) o que, al menos, puedan concluir el proceso habiendo experimentado una mejora de su relación o sintiéndose revalorizadas y fortalecidas, con una mirada más amplia sobre la problemática. Esta tarea resultará tanto más dificultosa si la emoción no encuentra una manera apropiada de canalizarse. La primera misión del mediador consistirá, por lo tanto, en crear un espacio donde se facilite la escucha y el diálogo, se establezca la empatía, y donde sea posible expresar las emociones de forma asertiva, sin que se generen nuevos ruidos. Deberá estar atento desde el primer encuentro con los mediados para percibir la emoción y generar las condiciones para que ellos puedan explorarla, comprenderla y ofrecer una respuesta que conlleve una influencia adecuada en el desarrollo del proceso y en la calidad de la mediación.
En este sentido, a lo largo de estas décadas, muchos mediadores (docentes e investigadores) se han abocado a reflexionar sobre el impacto de los afectos, sentimientos y emociones de las partes en el proceso de mediación. También han propuesto al tercero ciertas pautas y recursos para su manejo. Así, en la construcción del marco comunicacional, el mediador cuenta con una serie de aptitudes y actitudes que podrá llevar a la práctica mediante su caja de herramientas: la exploración de posiciones, intereses, opciones y alternativas de los mediados a través de la utilización de técnicas como el parafraseo, el replanteo, la reformulación emocional, la legitimación, la formulación de preguntas (abiertas, cerradas y circulares), el resumen, la creación de historias alternativas y la externalización para abrir caminos a las partes; el empoderamiento o fortalecimiento, la revalorización, para dar protagonismo y valor a las personas, entre otras. Cada uno de estos instrumentos siempre debe ser utilizado conforme a los principios éticos de autodeterminación, confidencialidad, imparcialidad, equidad y justicia que rigen todo proceso de mediación.
Ahora bien, todo este bagaje no puede excluir un elemento fundamental: la emocionalidad del tercero que (consciente o inconsciente, ignorada o rechazada, excluida o no) está siempre presente. Hay muchas preguntan que se abren ante nosotros: ¿Qué sucede con la dimensión humana del mediador, vale decir, con la emocionalidad que se despierta en él en cada encuentro con los mediados, con sus historias, con sus conflictos? ¿Actúan las emociones del mediador en el proceso de mediación? ¿Se puede evitar o suprimir su influencia? Cuando el mediador se encuentra ante situaciones que lo retan por el contenido emocional, se presenta el desafío de saber cómo proceder para que las emociones propias sean una señal que lo lleve a avanzar en su autoconocimiento más que un peligro temido por sus posibles consecuencias.
Mi propuesta, entonces, es desarrollar la autoconciencia (observación de los pensamientos y emociones desde una tercera posición) para luego comenzar una exploración interna de los pensamientos y emociones del mediador frente a algunas escenas que le han resultado movilizadoras, perturbadoras, agitadas, conmovedoras, temidas, felices, tristes. Implica, pues, generar, a través de la formulación de algunas preguntas, un espacio de reflexión que permita conectar esos momentos con el impacto interno para, así, profundizar en el autoconocimiento; conlleva el registro de eso que vivencia internamente, la identificación de la emocionalidad: reconocerla, explorarla y deconstruirla para construir algo diferente. Desarrollar el registro personal es un camino para estar alertas si se presentaran señales que preanuncien la irrupción de alguna de las emociones llamadas “negativas” o “destructivas” (debe señalarse que tales categorizaciones no coinciden con la realidad, ya que lo “negativo” o “destructivo” es lo que podemos hacer con ellas, no las emociones en sí).
No hay duda de que muchas de las experiencias que como mediadores vivenciamos a través del propio quehacer pudieron haber resultado fallidas, otras más o menos rescatables y otras, profundamente válidas. El tiempo -y solo el tiempo- tiene la virtud de decantar aquellas experiencias que han tenido legítima influencia en el quehacer actual. La invitación que hago a ustedes es rescatar la propia emocionalidad, ahondar en el territorio de las vivencias internas, aquellas que han quedado grabadas por su impacto (posibilitador u obturador) en el desempeño profesional. Que esos momentos de conexión con lo que se ha sentido sean como mojones a los que cada profesional pueda recurrir permanentemente para cotejar la tarea cotidiana y proyectar nuevos bocetos de trabajo.
¿Afectan las emociones del mediador en el proceso de mediación? ¿Se puede soslayar su influjo? Algunas de estas cuestiones han sido planteadas en el propio ejercicio profesional. Sin embargo, al inicio del trabajo como mediadora el desafío era seguir todos los pasos de modo ordenado, escuchar de manera atenta para que no se escapara ningún dato, no equivocar las informaciones que se pudieran oír y profesar las técnicas al pie de la letra. Al final, resulta que todo esto es bastante sencillo, empero, el proceso interno del mediador ante los conflictos, lo que siente y cómo lo gestiona parece una labor fundamental y que no se puede aprender ni enseñar como un mero manual de instrucciones al uso, ya que es algo vivencial en lo que el mediador debe trabajar para poder mostrase ante los demás como un ser humano auténtico y, por supuesto, un buen profesional.
Una frase de Daniel Barenboim que se pude aplicar a la tarea de un mediador dice que “la función de un director de orquesta es animar a los músicos, enseñarles e inspirarlos para que ellos puedan sacar lo mejor de sí mismos”. Efectivamente, los mediadores debemos intentar rescatar lo bueno y positivo que tienen las personas para ayudarlas a solucionar sus conflictos y alcanzar acuerdos para que, a partir de ahí, puedan apostar al futuro. Pero no podremos hacerlo si antes no nos detenemos, sacamos el espejo, miramos en su interior e identificamos las propias emociones.
Los mediadores somos sensibles a las informaciones que recibimos: enojo, alivio, tristeza, rabia, impotencia, entre otras emociones, y oímos las expresiones verbales y percibimos los gestos, escuchamos el llanto, vemos los rostros tristes o congestionados, observamos los movimientos del cuerpo, miramos y somos mirados, escuchamos y somos escuchados. En definitiva, el proceso de mediación es un proceso de comunicación interactivo. El contenido que atendemos está cargado de reproches, acusaciones, disputas, sarcasmo, amenazas, críticas, expresiones de intolerancia o rigidez. Como terceros, debemos hacer frente a la hostilidad y a la constante escucha de emociones negativas. Tenemos, además, como mínimo, dos interlocutores, o más, y cada uno relata su historia como si fuese la verdadera. Hemos de absorber toda la información, tener disposición para atender y entender. Esto supone un gran desgaste, ya que debemos ser imparciales. No podemos aconsejar ni decidir y no debemos tomar partido por ninguna de las personas presentes. Sus propias emociones los acompañarán en el proceso de mediación y no podrán controlarlas a menos que lo hagan desde su interior, desde su vida, desde lo más profundo del ser. Por eso es necesario estudiar las emociones del mediador y el proceso interactivo que se establece entre los mediadores y las personas en conflicto en relación con los estilos particulares de cada mediador y las características de las personas con las que se trabaje.
Si el objeto de intervención es la autonomía del sujeto, su emancipación, esta función de terceridad del mediador debe necesariamente construirse desde la indagación personal y la exploración o tentativa de respuesta a las siguientes cuestiones: ¿cuáles son las emociones que lo incomodan o perturban cuando está mediando?, ¿qué las genera y cómo operan en el mediador?, ¿cuáles son las emociones que lo ayudan cuando está mediando?, ¿cómo emergen? y luego, ¿cómo impactan en su quehacer?, ¿qué técnicas propician su ejercicio desde un rol emancipador?, ¿cómo impacta en los mediados el hecho de que la emocionalidad del mediador aflore sin que éste pueda reconocerla o re-trabajarla? ¿Existen escenas temidas comunes al rol mediador? Estas preguntas instalan el horizonte hacia donde procura llegar el libro “Las emociones del mediador” con cada uno de sus lectores[i].
En definitiva, se pretende que los mediadores encuentren ese umbral que les permita reflexionar y conocer si existen escenas temidas en el rol mediador y evaluar desde este registro personal qué técnicas propician un ejercicio de rol emancipador. Es dable destacar el escaso material bibliográfico existente sobre el tema que, siendo tan nodal, resulta tan silenciado por nosotros, terceros que auspiciamos permanentemente el acto de darles voz y protagonismo a los sujetos de nuestra intervención. Paradojal y contundente.
Según el enfoque psicoanalítico, la dinámica vincular exige el esclarecimiento de las proyecciones que el o los pacientes realizan sobre los terapeutas, es decir, la transferencia. Por otra parte, están las proyecciones que los terceros ejecutan sobre sus consultantes: la contratransferencia. Algo similar sucedería en la mediación. Aclaro que no se trata del mismo mecanismo porque en el análisis el tiempo de trabajo es mucho mayor, la dimensión del vínculo terapeuta-paciente tiene otra profundidad y el conflicto intrapsíquico conlleva otro nivel de complejidad, pero bien podría asimilarse el concepto si se piensa desde el afecto que los mediados pueden despertar en el mediador, sea por sus características personales o por su historia conflictual.
Jugando con estos conceptos y tal como se ha planteado, podría decirse que, hasta aquí, los estudios se han ocupado de investigar sobre la “transferencia en mediación” (de los mediados hacia el mediador, hacia el conflicto, hacia los otros e incluso hacia el mismo encuadre de trabajo). Sin embargo, apenas se ha explorado la contratransferencia, y ese es el propósito que creo debemos perseguir: empezar a centrar el foco sobre la persona del mediador y arrojar luz sobre el ámbito contratransferencial. La clave está en la relación “humana” que se genera desde el principio en la mediación y cómo el rol de terceros impacta en las historias de las partes, al rozar o remover las del mediador. Es que, justamente, en esas emociones subjetivas estará el motor de la mediación porque el sentir, el entender, el comprender desde el rol mediador marcará el camino que los mediados seguirán.
Si la propuesta es que su rol sea emancipador deberá trabajar no solo en el marco de las ideas (pensamientos) o intervenciones técnicas (hacer), sino esencialmente en el ámbito de las propias emociones (sentir). La invitación, entonces, apunta a que cada mediador pueda revisar no solo su propia práctica sino revisar-se. Quizá descubra que cada uno configura varios personajes de una novela. Bien podemos decir que todo ser humano es capaz de escribir por lo menos un libro: el de su propia vida. Y en ese argumento en ocasiones será el héroe, en otras, el villano; a veces un padre autoritario o una madre mártir que representará –por momentos- desde el papel profesional. La idea es saber que eso está en cada mediador, trabajar ese emocionar y ponerlo al servicio de los otros -los mediados- para que ellos puedan ejercer la autonomía, la autocomposición.
Sin dudas, para obtener la emancipación es menester abordar los propios conflictos personales que generan y potencian los conflictos con los demás. Es esencial un trabajo permanente en pos de ser mediadores biodegradables: actuar cuando seamos necesitados, donde se nos convoque, en el momento en que las partes lo determinen, y desaparecer en la misma medida en que ellas se fortalezcan y puedan tomar las determinaciones que estimen más adecuadas.
Si nuestro fin es ayudar a otros a moverse de la rigidez de sus posicionamientos y poder conectarse con sus intereses, sus emociones, sus temores, sus deseos, es necesario y esencial darse el espacio de la propia reflexión sobre los sentires, miedos y vibraciones que estremecen nuestro lugar de tercero.
Los mediadores transitamos en la cotidianidad el enorme desafío de lograr mirar profunda y auténticamente a los sujetos de la intervención, más allá de nuestros sentires y creencias. Esto implica que seamos capaces de erigir un espacio de desarrollo que trascienda la rutina de los hábitos, las matrices y certezas (tanto las que nos pertenecen como las que atañen a las partes), que de verdad potencie el mundo creativo de los mediados; un lugar donde ellos puedan apropiarse de forma activa de sus conflictos y ser los absolutos y únicos protagonistas. Para eso, como ya señalé, desde nuestro rol contamos con múltiples herramientas y estamos dotados de un acervo técnico que podemos ir acrecentando en el devenir de nuestra experiencia. Pero, tampoco debemos soslayar otro elemento fundamental como es la emocionalidad del tercero.
El espacio de desarrollo del protagonismo de las partes es el presente, en toda su plenitud. Los mediadores, con frecuencia, solemos quedar atrapados en el pasado, cuando permanecemos aprisionados en nuestras emociones silenciadas, cuando quedamos sujetados a nuestras antiguas creencias, cuando no podemos desafiar la propia mirada y prejuicios, escondidos tras máscaras que nos obnubilan cualquier claridad deseada. Esa emocionalidad inexplorada conduce nuestros vínculos, orienta los pasos, les da forma a nuestros abordajes, e impide, a veces, ver al otro en su integridad, nos inmoviliza y coarta nuestra posibilidad de avanzar y diseñar nuevos rumbos. Quedamos anclados a aquello que nos perturba emocionalmente, pero solo atinamos a acallarlo, nos escudamos en un silencio abrumador, como si ello pudiera aquietar nuestra conmoción. Son muchas las ocasiones en las que los mediadores nos enfrentamos con lo cotidiano sin comprender la dimensión de claroscuros que tiñen nuestro decir, y solemos ocultarnos detrás de nuestro sistema de valores y dogmas, nos escudamos en nuestros arcaicos modelos, nos defendemos con los viejos resultados y certezas aprehendidas, y estereotipamos nuestras narraciones que se cierran más y más. Quedamos aferrados a la vivencia emocional que nos atraviesa, sin siquiera poder cuestionarla o reconocer su impacto en nuestra subjetividad, e ignoramos la fuerza vital que ella tiene en cada una de nuestras intervenciones.
Empero, esto cambia cuando los terceros somos capaces de transitar de manera dinámica y reflexiva lo cotidiano, con soltura y en libertad, con la mirada grande (magnánima) y las manos extendidas, y atravesamos las propias fantasmáticas y dejamos atrás las escenas temidas, observamos con ojos curiosos lo que acontece en la interioridad de cada uno, dispuestos a la propia pregunta, preparados para tolerar la incomodidad de la impensable respuesta. Ahí encontramos, indudablemente, nuevas posibilidades a cada paso, aprendemos otras percepciones de la realidad, gestamos descubrimientos insólitos y crecemos con las intervenciones. Más sueltos, más creativos, más abiertos. Preparados para el inmenso reto que significa indagarnos y explorar nuestro mundo interno a fin de lograr estar abiertos a los otros. Salimos de las propias cárceles del miedo para abrir las puertas a la curiosidad, la ternura, la compasión, el crecimiento y las oportunidades. Disponibles y dispuestos.
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