número 66 / agosto 2020

Prácticas restaurativas en acción II

Vulnerabilidad, victimización secundaria y revanchismo en encuentros restaurativos entre menores infractores y víctimas

Santiago Madrid Liras

Resumen

Los encuentros restaurativos ofrecen oportunidades para las víctimas que superan aquellas del revanchismo cuando se supera la atención a las posiciones y se profundiza en sus necesidades. En el presente artículo, vamos a revisar aspectos psicológicos vinculados al daño y a la amenaza que viven y perciben las víctimas; y cómo la aproximación del profesional mediador al estado de vulnerabilidad de las víctimas es puerta de entrada para acceder a tales necesidades, a la par que una vía que ayuda a superar la victimización secundaria de la que los agentes participantes podemos ser responsables y que facilita el reajuste colaborativo. Dos casos prácticos en el marco de los encuentros restaurativos entre menores infractores y víctimas buscan ayudar a entender los conceptos e ideas expresados.

Texto

Permitidme, antes de desarrollar este artículo, presentar mi ámbito de trabajo desde ya hace algo más de 20 años: los encuentros restaurativos entre menores infractores y víctimas, previos a un procedimiento judicial.

¿Qué supone desde un punto de vista legal que un caso se resuelva a través de procedimientos extrajudiciales (Conciliación y/o Reparación del daño ocasionado)? Según la Ley penal de menores infractores en España (Ley Orgánica 5/2000, reguladora de la responsabilidad penal de los menores) y el reglamento que la desarrolla (Real Decreto 1774/2004, del 30 de julio), la no continuidad del expediente judicial contra el menor, tanto en los aspectos penales como en la posible responsabilidad civil de sus actuaciones.

Vemos claros beneficios, por tanto, para el menor infractor (y para sus representantes legales) en la posibilidad de que el expediente judicial sea resuelto por estas vías. Evidentemente hay muchos otros beneficios, fundamentales desde el punto de vista social, judicial y educativo, aspectos a los que intenta dar respuesta la ley mencionada. Algunos de ellos están vinculados a los propios principios de esta ley: el interés superior del menor, el principio de oportunidad, el de intervención judicial mínimo, los de proporcionalidad y celeridad, y el de fomento de alternativas a la intervención judicial. Pero de todos ellos, tenemos que destacar el principio de actuación desde un punto de vista educativo al tratar con menores de edad. Como tal, esto supone que la intervención debe ayudar al desarrollo emocional y cognitivo de los menores, a su proceso madurativo y de construcción de su identidad, de cara a una incorporación social que requiere de ellos ser sujetos activos positivos de la sociedad. Esto implica crear oportunidades de aprender y practicar habilidades sociales y de comunicación, otras formas de solución de conflictos (tal y como es el diálogo), y otros recursos psicológicos, como son la empatía, la asunción de responsabilidad, la autoestima y el reconocimiento. Aprender por qué está mal lo que ha hecho y por qué no debería repetirlo, analizar las consecuencias que tuvo su conducta, entender el daño que pueden ocasionar sus conductas tanto a la víctima como a sí mismos y a las familias de ambos forma parte de ello; y desde ahí, responsabilizarse de sus actos es uno de los retos fundamentales a los que debe dar respuesta el sistema judicial de menores. Y si el sistema judicial tradicional se sustenta en que el acusado defienda a capa y espada su inocencia, el enfoque restaurativo característico de esta ley parte de la idea de que el menor dé un paso adelante en admitir sus responsabilidades y hacerles frente de forma congruente.

Pero, ¿y para las víctimas?, ¿qué beneficios tiene para ellas participar en un encuentro de tipo restaurativo como los aquí abordados? Muchas víctimas, y sus representantes legales cuando son menores de edad, ven la vía penal extrajudicial como una solución menor que no responde a los deseos de “justicia”, que, en cambio, sí esperan de una vía penal ordinaria; esto es, de un juicio: la sentencia ejemplarizante que castigue al menor infractor.

En otros casos, la víctima, dominada por fuertes sentimientos de vergüenza y hasta de culpa, simplemente rechaza toda posible actuación y solo desea que el tema pase sin verse sometida a un juicio que vive más como un juicio contra ella que a su favor.

Dos situaciones, dos peligros que queremos abordar aquí: en el primer caso, el revanchismo insaciable, y en el segundo, la victimización secundaria.

¿Es realmente reparadora una medida judicial ordinaria? Puede serlo en parte, en especial porque todo daño deja una marcada sensación de desequilibrio que a menudo las personas entendemos que solo ocasionándole un daño similar –o aun mayor– al otro puede compensar lo sufrido. Pero la realidad es que, en muchas ocasiones, si bien la sentencia judicial puede satisfacer el –por momentos comprensible– deseo de venganza, puede quedarse corta a la hora de satisfacer algunas de las otras necesidades que las víctimas suelen tener como consecuencia del daño sufrido.

Antes de profundizar en esas otras necesidades de las víctimas, revisemos los aspectos subyacentes a la revancha. ¿Podríamos considerar tal revancha una necesidad de las víctimas? Como muy bien señala Marshall Rosenberg en “El sorprendente propósito de la rabia” (2014, p.26): “Cuando pensamos que necesitamos hacer daño a los demás, lo que realmente necesitamos es que vean cómo hemos sido heridos y cómo su comportamiento ha contribuido a nuestro dolor”.

La revancha como tal es una respuesta que se lleva a cabo para compensar la sensación de daño y de límites superados/abusados por el otro, y que pretende la redistribución del dolor. Es decir, el daño nos deja en un estado de debilidad y ensimismamiento en la línea que señalan los autores de la mediación transformativa (Bush y Folger, 1996). Personalmente, prefiero hablar de vulnerabilidad más que de debilidad.

Cuando se recibe un daño (real o figurado) o cuando se teme que un daño pueda producirse, se activa la vivencia interior de vulnerabilidad. Actúa como un despertador (“¡Atención: peligro o daño! ¡Despierta!, que hay que reaccionar”), que nos conduce a cuestionarnos nuestro estado y nuestra situación: “¿Cómo me siento?, ¿me ha dolido lo que ha pasado?, ¿qué podría ocurrir a continuación?, ¿podría repetirse el daño si no actúo?”.

Ese momento de atención a uno mismo requiere un cierto parón para sentir y para pensar, para lamernos las heridas, lo que conlleva el estado de ensimismamiento al que hacen referencia Bush y Folger; es decir, dejamos de ver al otro y sus motivaciones, para centrarnos en nuestro dolor y en las amenazas que la situación pueda aún acarrear. Desde ahí, se abren las posibilidades de respuesta, pero recordemos que el hecho de estar en ensimismamiento hace que no podamos ver al otro, ni sus motivaciones más allá de lo que interpretemos desde ese estado de ensimismamiento; y que nos sintamos especialmente rumiativos en nuestro dolor hasta llegar en demasiadas ocasiones a un exceso de victimismo. Es evidentemente un mecanismo psicológico necesario para poder responder ajustadamente a la situación. Y aun así, qué pocas veces los humanos respondemos ajustadamente a las situaciones. Tendemos al dramatismo, al victimismo y al revanchismo, entre otros “ismos”; pilares los tres de ese otro “ismo” tan dañino: el fanatismo.

En cualquier caso, una vez que se activa la vivencia de vulnerabilidad, tres son los posibles caminos que se nos abren a todos nosotros. Dos de ellos van a abrir la puerta a los dos peligros a los que hace referencia el título de este artículo: la victimización secundaria (camino 1) y el revanchismo (camino 2). Nuestra propuesta es acudir al tercer camino, el del reajuste colaborativo, que puede realizarse, entre otros formatos, a través de los encuentros restaurativos.

Podemos verlo en el siguiente gráfico.

 

Gráfico 1: Reacciones frecuentes frente a la vulnerabilidad

Fuente: elaboración propia. Imagen de fondo: Alberto del Castillo.

 

 

 

 

Primer camino: juicio dirigido casi exclusivamente contra uno mismo y el peligro de la victimización secundaria

El primer camino dirige nuestra evaluación de la situación a un juicio de nosotros mismos. Nuestra “voz interior” -siguiendo con esta terminología a Robert Firestone  (Firestone y Firestone, 2018)- nos plantea que el error está en nosotros y no fuera. Somos merecedores del castigo que acabamos de recibir. Evidentemente nuestro agresor también lo piensa. Ahí podríamos estar de acuerdo, si no fuera porque en muchas ocasiones no es así. No somos culpables del daño recibido y si hemos hecho algo mal o hemos cometido algún fallo, la respuesta de castigo puede ser desproporcionada. Esto es muy importante tenerlo en cuenta en procesos restaurativos porque bien podría ocurrir que si dejamos esta lectura sobre la mesa, o incluso como profesionales la reforzamos, acabemos ocasionando una victimización secundaria. Fijémonos en mensajes tristemente reconocibles por todos del tipo “¿y cómo ibas vestida?” que, por ejemplo, en nuestras sociedades patriarcales y machistas se les ha transmitido a muchas mujeres víctimas de violaciones, de abusos y de agresiones sexuales. De manera subyacente, el mensaje es responsabilizar a la víctima. Evidentemente, ese no es el camino que queremos recorrer en un proceso restaurativo, y que conduce a respuestas de sumisión (“me merezco lo que me ha pasado”) y a estados depresivos.

En este sentido, me parece importante trabajar tres conceptos, tanto con la víctima como con el menor infractor, de cara a una adecuada asunción de responsabilidades:

  1. la diferencia entre error, conducta con riesgos y delito;
  2. la proporcionalidad de la respuesta;
  3. y la importancia del daño emocional, con especial atención al basado en la confianza rota y en la humillación pública.

 

Veámoslo de forma gráfica:

Caso 1: Una víctima, llamémosla Ana, comparte con su pareja, José, una foto íntima personal, y viceversa. Meses más tarde, la relación se rompe por decisión de Ana. José, dolido por tal decisión, envía la foto de Ana a su mejor amigo, Luis. Y este, a su vez, difunde la foto en un grupo de Whatsapp de compañeros de clase. En pocos minutos, la foto de Ana es vista por algunos de sus compañeros y amigos. Una amiga, Belén, avisa a Ana de lo que está sucediendo. Ana, asustada y avergonzada, calla durante varios días y falta a clase. No dice nada a sus padres, y estos se enteran días después, cuando el padre de un compañero les avisa. En esos días, la foto ha llegado ya a otros grupos distintos de Whatsapp. A partir de ahí, los padres de Ana informan al colegio y denuncian los hechos en la comisaría.

  1. Cuando la mirada se centra en si la víctima, que es Ana indiscutiblemente, debería o no haber entregado una foto íntima a José desviamos la atención del tema. Quizás era una conducta con riesgos: los menores no tienen en cuenta que dar fotos íntimas a otra persona -aun en relaciones basadas en la confianza mutua- les coloca en situación de riesgo de exposición pública, pero hacer eso no es un delito. El delito es lo que hicieron tanto José como Luis: difundir esa imagen de otra persona. Ana podría haber hecho lo mismo con las fotos de José, pero no lo hizo. Ella no cometió un delito. Ellos sí.

Los padres han reprochado mucho a Ana -y así lo siente ella- que cometiera el error de no avisarles a tiempo. Es comprensible que una menor se sienta bloqueada en una situación así. Es cierto que pudo ser un error. Un error, no un delito. Si la mirada nuevamente se centra exclusivamente en ello, nos alejamos del punto central: la comisión del delito.

En un encuentro restaurativo, enmarcar esto es fundamental. Y lo es tanto en las entrevistas iniciales con cada parte como en el propio encuentro. Si el menor infractor o sus padres, como sucede en demasiadas ocasiones, intentan minimizar la conducta delictiva del menor acudiendo a reprochar la conducta de la víctima, al margen de que el profesional no enjuicia la conducta del menor, sí debe aclarar ese concepto: podemos hablar de los errores o de las conductas con riesgos que ambos han podido cometer, pero errores y conductas con riesgos no son delitos. El delito, que es el motivo por el cual se interviene en un proceso restaurativo, es, en este caso, la difusión de las imágenes.

Caso 2: Carmen y Rocío se han llevado mal la una con la otra desde que coincidieron hace un par de años en la misma clase. Dejemos a un lado los motivos de rechazo que tiene cada una respecto a la otra. Un día, a Carmen le llegan comentarios de que Rocío la critica por la espalda. En realidad, es casi lo que esperaba para poder actuar, desde su punto de vista, de forma justificada. A la salida del Instituto, y acompañada por dos amigas, encara a Rocío. A los pocos minutos, un grupo grande de alumnos y alumnas de ese colegio las rodean y animan la pelea. Rocío quiere irse, pero envalentonada por los coros del grupo, Carmen la retiene. En un momento de la discusión, Rocío la insulta y Carmen acaba agrediéndola. Rocío y su madre deciden denunciar la agresión.

  1. Una vez más la necesidad de encuadrar el asunto es importante en un encuentro restaurativo, y más cuando es excusa utilizada por la menor para no asumir la responsabilidad de la conducta delictiva. Criticar por la espalda es un error, e incluso una conducta con riesgos, e insultar podría considerarse un delito leve, pero en cualquier caso no justifica una agresión, que es un delito mayor. Es más, podríamos sumar aquí como conductas delictivas las de las amigas de Carmen, al participar activamente en acorralar a Rocío; e incluso las de aquellos que participaron como coros, instando a la pelea[2]. Si la mirada se centra en el insulto, se refuerza la justificación de la agresión. Por ello, es necesario encuadrar la intervención con el concepto de proporcionalidad. Posiblemente, Rocío no debería haber insultado en el momento de sentirse acosada, pero de ninguna manera eso abre la puerta a justificar que Carmen la acosara y la agrediera. La respuesta de Carmen fue desproporcionada.
  2. En un encuentro restaurativo se abordan los daños emocionales, no solo las conductas. Y se busca que el menor infractor pueda entender que, más allá del daño físico, existen conductas agravadas por los costes emocionales. En el caso 1, la conducta delictiva de José no es mayor que la de Luis; es más, José solo compartió la imagen con su amigo, y es Luis el que la difundió a grupos más numerosos. Pero a nivel psicológico es evidente que el daño mayor para Ana viene de José, porque es a él al que le confía su imagen y es él, al margen de la ruptura de pareja, el que debería haber gestionado bien esa imagen. Es él, que le debía respeto por el tiempo en que fueron pareja, el que más daño psicológico ocasiona. Y eso José necesita verlo y entenderlo en el contexto del encuentro restaurativo. “¿Crees que Ana, cuando te entregó esa foto, pensó que podía fiarse de ti respecto a que custodiaras adecuadamente esa imagen tan personal?”, “¿qué daño extra le supone a ella ver traicionada la confianza que depositó en ti?”.  Y Ana necesita expresar ese dolor, esa vivencia de haber sido traicionada por quien en algún momento de su vida fue su pareja.

También Carmen (caso 2) necesita entender que el daño que ocasionó a Rocío no se limita al golpe físico concreto que le diera. Todo el acto es un acto de humillación frente a los muchos testigos y participantes secundarios presentes. Sabemos que al día siguiente de una agresión así, Rocío tendrá que confrontar las miradas y los comentarios jocosos de los compañeros. Carmen queda como victoriosa. Su ego crece y su fama también. Y eso refuerza su discurso, lejana a entender que sus puñetazos incluían algo más que un daño físico. El encuentro restaurativo permitirá que Rocío pueda hablar de la humillación que vivió después o de la propia vivencia de sentirse acosada al verse rodeada y sola frente a tanta gente. Y Carmen podrá decir que ella no es responsable de lo que hicieron otros, pero no que no lo es de seguir adelante viendo el ambiente de hostilidad que se estaba generando.

Como vemos en estos dos casos, la víctima no puede quedarse, por su propia iniciativa o por instancias del discurso exculpatorio del menor infractor, con la carga de responsabilidad, al margen de las conductas con riesgos y los errores cometidos. De ser así, estaremos promoviendo una victimización secundaria de la que los propios profesionales responsables del caso seríamos culpables.

 

 

Segundo camino: demonización del otro y el peligro del revanchismo

El segundo camino es el del revanchismo.

Siguiendo el modelo de emociones primarias, secundarias e instrumentales planteado por Leslie Greenberg (Greenberg y Johnson, 1988; Greenberg y Paivio, 2000), el deseo de revancha actuaría en muchas ocasiones como una emoción secundaria frente a la emoción de dolor y de vulnerabilidad (emociones primarias) generadas por la infracción o daño de la otra persona.

Las emociones que tradicionalmente asociamos a debilidad (dolor, vulnerabilidad), nos generan mucho malestar en sí mismas, mientras que las vinculadas a la ira/rabia (como es el revanchismo) nos generan sensación de seguridad, fortaleza y capacidad; es decir, nos permiten recuperar cierta sensación de control, ausente cuando estamos en las de “debilidad”. De ahí que una forma aprendida de superar la incomodidad de nuestra vulnerabilidad, esa “insoportable levedad del ser” (parafraseando a Milan Kundera), es trasladarnos a emociones de “fortaleza”; emociones, por tanto, secundarias a las que acudimos para dejar de vivir las primarias, que son las propias “originales” de lo que uno ha vivido; las que tocan porque corresponden a la situación concreta.

Por decirlo de manera más gráfica: me haces un daño / me siento vulnerable (emoción dirigida a mí mismo) / me molesta sentirme tan vulnerable / abandono esa emoción y acudo a la ira (emoción dirigida contra ti) / recupero sensación de fortaleza.

O aun más básica: “No estoy triste (o asustado); estoy enfadado contigo”.

Esto ayuda a entender la habitual tendencia a acudir al revanchismo frente al daño recibido: más cómodo en esa falsa fortaleza, el revanchismo me permite sentirme fuerte para confrontar al otro. Podemos ver esa transformación más detalladamente en el Gráfico 2.

Pero también ayuda a entender los círculos viciosos de interacciones destructivas, porque en base a la respuesta revanchista de la víctima, el infractor va a sentirse también victimizado, justificando así una reacción de nuevo confrontadora que da pie a la continuidad del conflicto, sustentado por ambas partes en comentarios del tipo: “Yo lo hice para defenderme”.

 

Gráfico 2: Transformación de la vulnerabilidad en hostigamiento.

Fuente: elaboración propia. Imágenes de fondo: Alberto del Castillo.

 

¿Recuerdan o conocen ustedes ese pequeño gran texto alegórico llamado “El caballero de la armadura oxidada” (Fisher, 1993), al que ya he hecho referencia en otras ocasiones? En él se nos cuenta cómo un caballero se ha acostumbrado a llevar una armadura que le permite sentirse fuerte, seguro y seductor de cara al exterior y, por tanto, que refuerza también su propia autoestima. Pero a costa de llevarla prendida a su cuerpo, esta ha quedado oxidada y se convierte, ya en la actualidad, en un impedimento de tener relaciones sociales y afectivas auténticas y sanas con sus seres queridos y con otras personas. El caballero intenta entonces quitársela y descubre que, totalmente oxidada, ya no puede. Y debe emprender un viaje –alegoría de su viaje interior– para poder ir quitándose el armado que ya no le protege, sino que le aísla.

De alguna manera, todos somos un poco ese caballero de la armadura oxidada. Todos deseamos proyectar una imagen de fortaleza, y esto se da en mayor medida cuanto más dañados nos hayamos sentido por algún acontecimiento concreto. Por ello, acudimos a una imagen de nosotros mismos, ese Rey Orgullo, uno de los personajes que pueblan “Intervención motivacional en conflictos” (Madrid Liras, 2019), que nos alejen del malestar que supone estar en contacto con nuestra propia vulnerabilidad. Sin embargo, desde la fachada no se atiende el interior y, por tanto, las heridas ocasionadas por el daño que sea no podrán curarse si no hay una auténtica aproximación a esa vulnerabilidad. Anticipo con ello un tema de gran importancia en este tipo de casos (y posiblemente en toda situación de conflictos): el profesional debe acompañar a las partes a tomar contacto con sus respectivas vulnerabilidades y, desde allí, detectar las necesidades más importantes que quizás no aparecen en su posición de hostigamiento, y que son a las que realmente puede y debe satisfacer el propio encuentro restaurativo. Lo veremos más adelante con ejemplos posibles de los dos casos relatados cuando lleguemos al tercer camino.

Pero regresemos, por el momento, a la transformación de la vulnerabilidad en hostigamiento. Tal y como ya desarrollé en el texto mencionado, esta transformación supone un proceso que va más allá de atender y detectar la responsabilidad específica del otro. Cuando el otro me ha ocasionado un daño con su conducta, no tengo porqué restarle peso a ese daño, ni quitarle su responsabilidad, ni siquiera disculparlo o incluso perdonarlo. Es una opción, pero no una obligación en un encuentro restaurativo.

Pero el proceso de hostigamiento requiere ir más lejos. Supone la construcción de una narrativa –iniciada en esa fase de rumiación del daño– que demoniza al otro, no ya al nivel de conducta (lo que el otro me ha hecho), sino al más alto nivel, el de identidad (quién es el otro realmente). Y conlleva la justificación de posibles acciones hostiles hacia el otro al más alto nivel (recogido en ese texto en otro de los personajes creados expreso, el llamado “Victimista-Justiciero”). Responde, por tanto, el deseo de revancha a la idea de solución alcanzada o posición desde una visión confrontativa, es decir, “no me queda más remedio que exigir lo que ‘es justo’, que es que tú pagues por lo que has hecho, y que pagues de la forma que solo yo considero correcta; cualquier otra opción no es válida para mí y me parecerá injusta”. Eso es una posición confrontativa, y se llega a ella demonizando al otro hasta poder justificar el castigo “que se merece”.

Permítaseme para explicar mejor esta idea que recurra a otra imagen de un texto precedente:

 

Gráfico 3: Escalera de la generalización de atribuciones negativas

Fuente: elaboración propia a partir de Madrid Liras, 2017, pp. 231-239.

 

La agresión o daño se ha producido al nivel de conducta, pero en la fase de rumiación tendemos a buscar explicaciones de la conducta del otro que den respuesta a nuestra pregunta: “¿Por qué a mí?”. En ambos caminos, 1 y 2, la explicación alcanzada va más allá del nivel conductual. En ambos concluyo que el problema está a nivel de identidad: en el camino 1, el problema es mi identidad (“yo no valgo, por lo que merezco ser castigado”); y en el camino 2, el problema es la identidad del otro (“me ha hecho daño porque es mala persona”). Uno y otro conducen, por tanto, a situaciones no deseables:

  • en el camino 1, como ya hemos señalado, a un mayor sufrimiento porque se refuerza mi invalidez personal;
  • en el camino 2, a la sensación de necesidad de desagravio –que nunca va a ser suficientemente “desagraviador”, si se me permite el término-, pero también a la percepción de amenaza futura y el miedo consiguiente, porque si esa persona es tan perversa, nada puede impedir que quiera tomar nuevas acciones dañinas contra mí, lo que aumenta la sensación de peligro y miedo.

 

Por tanto, un camino y otro conducen al mantenimiento del conflicto y al miedo de la víctima a qué pueda ocurrir más adelante.

 

Tercer camino: reajuste colaborativo

Pero, además, la pregunta que debemos hacernos es si esa solución alcanzada, la posición revanchista, responde a (y puede satisfacer) otras necesidades que las víctimas puedan tener.

Y es que toda intervención desde el ámbito restaurativo requiere seguir la que quizás es la aportación más interesante del modelo de negociación y mediación de Harvard o “basado en intereses”; esto es: ir más allá de la posición inicial, que suele ser el deseo de castigo severo al menor infractor, y profundizar en los intereses y necesidades de las víctimas.

¿Otras necesidades? ¿Qué otras necesidades pueden tener muchas víctimas y a las que un encuentro restaurativo tiene la oportunidad, aún más que una vía judicial, de dar a respuesta? Recurro a algunas de las ideas que presenté en el Congreso de Justicia Restaurativa organizado por la Universidad Carlos III de Madrid, en 2018, que quedó recogida en un texto ya publicado (Madrid Liras, 2019b). Podríamos resumirlo en: sentirse escuchadas, no presionadas, acompañadas, arropadas y sostenidas emocionalmente, informadas adecuadamente, protegidas, capacitadas y fortalecidas, tenidas en cuenta en la resolución del caso, reparadas o compensadas por el daño sufrido, seguras, protagonistas activas, entre otras. Las víctimas entran a un proceso restaurativo con muchos más miedos de lo que su fachada revanchista permite ver. Mi objetivo es acceder a ellos y que salgan del proceso con muchos menos. Mi objetivo es acceder a su vulnerabilidad para, desde el contacto con ella, con las auténticas necesidades que tienen, poder superarla. Y para ello se requiere la presencia de una figura empática que les atienda y acompañe en ese proceso.

Podríamos pensar que entonces la atención psicológica a víctimas que se da en muchos servicios comunitarios y judiciales sería suficiente. Pero no es suficiente. A menudo, el miedo generado por el propio incidente y por las rumiaciones cognitivas posteriores puede dejar a la víctima aterrada ante la posibilidad de reencontrarse con el infractor. De hecho, en nuestra experiencia, es común que expresen su deseo de que el juez establezca órdenes de alejamiento. Evidentemente esta orden, que es parte fundamental de una solución en algún tipo de caso concreto, como ocurre por ejemplo en violencia de género, no es la más correcta en muchos otros casos por más que exista en la víctima un subjetivo miedo al infractor, alimentado con todo tipo de pensamientos sustentados en la demonización del otro y en la presunción/adivinación de supuestas intenciones de revancha por parte del menor infractor.

Pensemos que a menudo, si nos limitamos a escuchar a la víctima, y si no hemos tenido contacto con el menor infractor, desde nuestro desconocimiento de en qué momento está el otro podríamos entender que efectivamente, siguiendo el relato de la víctima, esta posibilidad de revanchismo del menor infractor y la identidad demonizada del infractor –a menudo, al que se le coloca una identidad sádica que no es cierta- podría ser real y que la víctima está en peligro de un nuevo daño. Es comprensible desde el punto de vista humano que la víctima agrande el peligro y se prepare para la huida, y en algunos casos podría ser que efectivamente el menor infractor tenga las cualidades que la víctima le coloca, o aun ser peor de lo que la víctima imagina. Pero estos son casos muy excepcionales. En la mayor parte de los casos, al menos desde nuestra experiencia, el menor infractor se encuentra en un lugar muy distinto del que la víctima imagina. Y solo a través de la intermediación de un tercero, y aún mejor, a través del encuentro seguro con el menor infractor, la víctima va a poder comprobar que sus miedos eran desproporcionados a la situación y va a poder realmente sentirse liberada de esa carga emocional y de sus miedos.

El profesional mediador responsable de gestionar los encuentros restaurativos, a diferencia de la figura que se centra exclusivamente en el apoyo a las víctimas, tiene la oportunidad de sentarse con el menor infractor y comprobar esto. Y a partir de ahí generar el contexto para un encuentro en el que la víctima pueda verificarlo por sí misma.

Pero a menudo todas estas necesidades -que podrían ser atendidas desde un encuentro restaurativo mediado- están encubiertas para la víctima, que no es consciente de ellas porque es el revanchismo el que cubre e invade todo su estado emocional.

Considero que puede ser muy útil tener presente una de las brillantes ideas que Patricia Aréchaga comparte con los compañeros en distintos espacios formales e informales: “Nadie negocia con alguien que no necesita”. Se podría decir aquí que un encuentro restaurativo no es una negociación, y aunque no estemos de acuerdo con ello totalmente –de hecho, consideramos que hay mucho de negociación en ello; sobre todo, negociación del futuro deseado por ambos-, podríamos reformularlo para la ocasión como: “nadie se sienta a hablar con alguien que le ha hecho daño si piensa que no lo necesita”.

El profesional puede ser consciente de que la víctima sí necesita para algunos de los objetivos que hemos señalado al otro, al menor infractor; sobre todo, aquellos referidos a la superación de ciertos miedos que la agresión ha provocado o ha aumentado. De hecho, es práctica habitual en el ámbito terapéutico el empleo de técnicas de exposición controlada a las situaciones y estímulos temidos.

También puede ser importante el encuentro en aquellas situaciones en las que menor y víctima van a volver a verse, e incluso a mantener relación, como ocurre en agresiones entre compañeros de colegio o Instituto. La continuidad de la relación hace que un mero castigo no resuelva la situación. ¿Cómo se van a mirar al día siguiente y los posteriores tras el castigo ejemplarizante impuesto por un tercero, el juez?, ¿cómo va a ser su trato personal? Muchas víctimas temen esto, pero sin ayuda profesional, pueden no expresarlo. La víctima no suele ser consciente de ello y es tarea del profesional ayudarla a ver –sin ser impositivo o insistente– cómo un encuentro restaurativo puede ser no solo beneficioso, sino muy necesario para superar el daño sufrido. Tomar conciencia de sus auténticas necesidades puede ser fundamental.

Con lo cual, ¿para qué puede necesitar la víctima al otro? Pues, por ejemplo, para superar de forma más efectiva y real el daño sufrido. Y este beneficio evidente para las víctimas puede no estar presente a primera vista para ellas y para sus progenitores. En nuestra práctica profesional es un tema que nos gusta abordar con ellos: a menudo, primero con los padres e incluso con el/la psicólogo/a[3] que esté trabajando con la víctima (como “criterio objetivo”, según el modelo de Harvard): como adultos y sin la carga emocional que de primeras le puede suponer a la víctima abordar esta posibilidad, podemos reflexionar sobre si el encuentro puede ser bueno en su caso para acabar de superar sus miedos. Y de contar con el visto bueno de padres y profesionales implicados, se le puede plantear a la víctima la propuesta de encuentro y los beneficios que podrían suponer.

Regresemos, pues, a la encrucijada de la vulnerabilidad y sus tres caminos. Ya hemos visto dos de ellos. Hablemos del tercer camino, el empático asertivo o reajuste colaborativo.

Evidentemente, culpar al otro me hace sentir bien porque me resta toda responsabilidad. El coste es dejarme en un rol de víctima, con el malestar que eso ocasiona y, al igual que cuando asumo toda la responsabilidad, ambos caminos acaban llevándome a una sensación de impotencia.

Esto es evidente en el camino de la auto-culpabilización (camino 1). Y puede parecer en un primer momento algo menos evidente en el revanchismo (camino 2), ya que me da la fuerza de pensar que podré hacer pagar al otro con un daño aun mayor que el que yo he recibido, y que eso recompensará mi sufrimiento. Sin embargo, a mediano y largo plazo el revanchismo me conduce también al victimismo y a la sensación de impotencia, porque ninguna respuesta judicial que se le dé al infractor va a estar a la altura de su deseo de revancha (al menos en sociedades donde la justicia no funciona con la ley del talión, que es la que realmente satisface al revanchista).

En ambos casos, el problema es el mismo: el juicio. No el juicio de derecho (con su juez/a, su fiscal y su abogado/a defensor/a), no. El otro juicio, el que hacemos nosotros en esa fase de rumiación, sin apelar a derecho, ni a hechos probados, sino dando nuestra opinión por verdad absoluta, y no juzgando conductas sino identidades. Nos lo recuerda el filósofo estoico griego Epicteto: “La gente no tiene la facultad de hacerte daño. Incluso si te denigran a voz en grito, si te insultan, tuya es la decisión de considerar si lo que está ocurriendo es insultante o no. Cuando alguien te irrita, lo único que te está irritando es tu propia respuesta. Cuando te parezca que alguien te está provocando, recuerda que lo único que te provoca es TU PROPIO JUICIO del incidente[4]”.

Evidentemente hay conductas que sí generan daño en sí mismas, pero la cita de Epicteto se centra sobre todo en el plus de enjuiciamiento que hacemos de un hecho concreto y que nos conduce, como ya hemos visto, a lugares no deseados.

¿Cuál es la alternativa? Buscar la paz con uno mismo que requiere también restablecer la paz con el otro, aquel que me hizo el daño, aquel que puede volver a ocasionármelo. Como relata Nelson Mandela en una frase ya mítica: “Al salir por la puerta hacia mi libertad supe que, si no dejaba atrás toda la ira, el odio y el resentimiento, seguiría siendo un prisionero”.

Para ello, una de las vías es la que aquí proponemos: superar las actitudes revanchistas, no facilitar ni permitir la victimización secundaria, y trabajar desde la empatía a través de tomar contacto con las vulnerabilidades ocultas.

Acudamos para entender esto a los dos casos ya relatados:

Caso 1: Acompañar a Ana a tomar contacto con su vulnerabilidad puede ayudarle a reconocer que, detrás del enfado y del deseo de revancha, se esconde mucho dolor por la sensación de vergüenza de verse expuesta ante tanta gente; también el dolor de la pérdida de confianza en José, del que jamás esperó que pudiera actuar así, ni aunque se separaran. José puede ver ese dolor, sentirlo; puede ver a Ana no solo como aquella que ahora busca revancha (excesiva a sus ojos) contra él, e incluso tomar contacto con su propia parte vulnerable, su vergüenza por haber ido tan lejos en su revancha contra Ana por la ruptura de la relación. Y puede permitirse en un encuentro restaurativo, en que se siente arropado por el profesional, compartir esa vergüenza que siente. Y que Ana pueda verlo puede ser mucho más reparador que cualquier castigo que un juez le ponga. El encuentro puede ayudarles a verse como dos seres humanos vulnerables y empatizar el uno con el otro desde esa vulnerabilidad que nos acerca a unos junto a otros. Evidentemente puede ser insuficiente para Ana, que podrá solicitar algún tipo de acto reparador, y puede ser también que José acepte que debe reparar porque ahora ha visto sin defenderse el dolor que ha ocasionado. En todo caso, el encuentro les ha podido dar una posibilidad mucho más humana de mostrarse a sí mismos, tomar contacto con sus auténticos sentimientos, y de humanizar también al otro (lo contrario al proceso de demonización que veremos a continuación). 

Caso 2: Acompañar a Rocío a tomar contacto con su vulnerabilidad supone aproximarse a la vivencia de humillación que supone la agresión de Carmen no solo por los golpes físicos recibidos, sino por la propia situación de acoso vivida. Y para Carmen, ese contacto con la Rocío que vivió aquello es muy distinto a la Rocío contra la que ahora se considera víctima: la que le ha denunciado y busca hacerle daño a través de esa denuncia. Carmen puede salir de su victimismo al ver a la Rocío afectada porque, salvo que sea una sádica, es mucho más fácil empatizar con la persona que ha sufrido (incluso si ha sido por mis actos), que con la que parece buscar mi ruina.

Recuerdo un encuentro restaurativo que se produjo hace unos tres o cuatro años y cuya historia era muy similar a la del caso 2. La Rocío de aquel caso se mostraba muy dura frente a las dos agresoras. Aquellas Cármenes no podían entender que realmente aquella chica dura hubiera sufrido tanto como para denunciarlas, por lo que tampoco ellas reducían el tono hostil. Recuerdo que pensé que el encuentro no llevaba a ningún lado, o que incluso parecía estar empeorando la situación. ¿Qué está pasando?, ¿por qué están tan duras estas Cármenes? Me di cuenta de que reaccionaban así como contra-respuesta a la propia (falsa) dureza mostrada por esa Rocío. Yo sabía lo que realmente había sufrido. Paré, me dirigí a ella y simplemente le pregunté: “¿Cómo te sentiste cuando ellas te increpaban y el resto del grupo las azuzaba para que siguieran?”. La víctima empezó a llorar. Su dureza cayó y, con ella, la de las dos Cármenes. Se les cambió la cara. Y de repente se levantaron y se dirigieron hacia ella, a abrazarla, y sin parar de repetir: “Ay, perdona, paya[5], lo sentimos muchísimo, perdona, no sabíamos que lo habías pasado tan mal, perdona…”. Aseguro que este relato es cien por ciento verídico.

Espero que estos ejemplos puedan ayudar a visualizar lo que aquí se propone: el trabajo empático asertivo o reajuste colaborativo, que requiere poder ayudar a que ambas partes puedan reencontrarse con el otro, a que el menor infractor tome conciencia del daño ocasionado y se haga cargo de ello, y a que la víctima pueda asumir una actitud también empática pero asertiva para reclamar la reparación del daño.

Trabajar desde ahí supone trabajar para restablecer la paz; pero, atención: restablecer la paz con el otro no supone por norma recuperar la relación, si la hubo; ni mantener una relación cordial futura. Simplemente, consiste en facilitar que ambos puedan cerrar un capítulo que ha sido duro en mayor o menor medida para ambos, y cerrarlo justo con el otro protagonista. De tal forma que, si así se desea y es posible, cada uno pueda reencontrarse en el futuro desde un estado recuperado de empática fortaleza.

El encuentro restaurativo no busca hacer o recuperar amistades, aunque puede conllevar esto. Busca curar heridas, asumir responsabilidades y permitir pasar página.

Como leía una vez en alguna de esas citas que tanto aparecen y reaparecen en las redes sociales, de autores desconocidos, “cuando logras contar tu historia sin derramar lágrimas, sabes que te has curado”, y tal efecto es siempre mayor cuando puedes hacerlo frente a (o junto a) aquella persona que te agravió.

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

  • Bush, R.A.B. y Folger, J.P. (1996). La promesa de la mediación. Cómo afrontar el conflicto a través del fortalecimiento y el reconocimiento de los otros. Madrid: Granica.
  • Firestone, T. & Firestone, R.W. (2018). Daring to Love: Move beyond fear to intimacy, embrace vulnerability and create lasting connection. Oakland, CA: New Harbinger.
  • Fisher, R. (1993). El caballero de la armadura oxidada. Barcelona: Obelisco.
  • Greenberg, L.S. & Johnson, S.M. (1988). Emotionally Focused Therapy for Couples. New York, NY: Guilford.
  • Greenberg, L.S. y Paivio, S.C. (2000). Trabajar con las emociones en psicoterapia. Barcelona: Paidós.
  • Madrid Liras, S. (2017). Mediación Motivacional: Hacia una relación de acompañamiento en los conflictos. Madrid: Reus.
  • Madrid Liras, S. (2019). Intervención Motivacional en conflictos: Los pasos desde la oposición a la disposición al cambio. Madrid: Instituto Motivacional Estratégico.
  • Madrid Liras, S. (2019b). Las víctimas en los procedimientos extrajudiciales del ámbito penal de menores infractores (pp- 641-665). En H. Soleto y A. Carrascosa (Dir.) (2019). Justicia Restaurativa: una justicia para las víctimas. Valencia: Tirant Lo Blanch.
  • Rosenberg, M. (2014). El sorprendente propósito de la rabia. Madrid: Acanto.

 



[1] Instituto Motivacional Estratégico (Madrid, España).

 

[2] En relación con esto, animo al lector a visionar la película “The Accused” (en España, “Acusados”), 1988, dirigida por Jonathan Kaplan, y protagonizada por Jodie Foster y Kelly McGillis, que le supuso a la primera ganar un premio Oscar a mejor actriz.

[3] Pensemos que en muchos casos la agresión o abuso entre adolescentes se produce por parte de menores dominantes más habituados a las respuestas agresivas a menores más inhibidos y/o sumisos, y que tienden a rechazar o temer cualquier tipo de respuesta agresiva: el primitivo concepto del león atacando a la cebra que ve más débil. Y, por tanto, muchas víctimas de los actos de menores infractores son otros menores que están -ya antes de los hechos o posteriormente, como consecuencia- recibiendo apoyo psicológico. Lo que aquí se plantea es la oportunidad de tener en cuenta e incluir en las reflexiones y propuestas a estos profesionales, tanto por poder aportar un criterio más claro sobre si es bueno o no con el menor que ya conocen y que están tratando llevar a cabo el encuentro, como por aportar tranquilidad y una explicación científica al menor y a sus padres sobre los efectos positivos de la exposición a los miedos.

[4] El subrayado y las mayúsculas son propias para resaltar la idea principal que estamos aquí abordando.

[5] “Paya” o “payo” es el nombre con el que las personas de etnia gitana en España se refieren a los no gitanos.

 

Biodata

Santiago Madrid Liras
Psicólogo, Mediador, Coordinador de la Parentalidad y Formador. Presidente y Psicólogo general sanitario en el Instituto Motivacional Estratégico (IMOTIVA). Mediador penal con menores infractores desde hace más de 20 años en la Agencia de la Comunidad de Madrid para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor. Autor de “Mediación Motivacional: hacia una relación de acompañamiento en los conflictos” (Editorial Reus. Premio AMMI a la mejor publicación en mediación 2018) e “Intervención Motivacional en conflictos: los pasos desde la oposición a la disposición al cambio” (2019). Director y fundador de Revista de Mediación. Imparte desde hace más de 15 años formación de psicología y mediación en distintos postgrados de Universidades y en colegios profesionales.

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